Documentos y fotos encontrados en computadores de esta guerrilla demuestran que las FARC no tienen límites al abusar de las niñas colombianas.
Fuente: Revista SEMANA
Adriana tenía 16 años cuando sintió un retorcijón en el vientre. La sangre empezó a chorrear a borbotones entre sus piernas, durante un rato largo. El dolor se hizo intenso y sólo menguó cuando vio, dentro de una cubeta, algo parecido a un bebé. Las pastillas de Cytotec que le habían dado esa mañana desencadenaron el aborto que habían ordenado los comandantes del V Frente de las Farc. Cuatro meses atrás había quedado embarazada, contrariando el reglamento que prohíbe la maternidad. Por eso, después de que expulsó el pequeño feto, estaba atrapada entre dos miedos: el temor a morir porque su placenta seguía adentro y amenazaba con infectarla, y el terror de enfrentar la sanción que ya le habían anunciado sus jefes. Inmediatamente se recuperara, ya tenía su castigo: sembrar cuatro hectáreas de maíz en la región de La Esmeralda, cerca del río San Jorge.
Los días que siguieron no fueron mejores. Sus compañeros de guerra la llevaron hasta el hospital de Ituango, en Antioquia, donde se quedó completamente sola. Los médicos le hicieron una limpieza en el útero de la cual no pudo recuperarse completamente. Estaba demacrada, débil y más delgada que nunca, cuando recibió la orden de incorporarse de nuevo al Frente V. El Ejército inició un operativo en la zona y los comandantes guerrilleros habían dado la orden a sus tropas -ella incluida- para que se replegaran hacia las montañas. Adriana, aún convaleciente, no tuvo otra alternativa que caminar durante dos meses para trasladarse con el resto de la tropa hacia el Sinú, en Córdoba. Durante la marcha, no dejó de sangrar.
Esta historia se repite en todos los frentes de la guerrilla y por centenas. La dimensión de la tragedia la puede constatar el Frente 58 de las Farc, donde hay cerca de 35 menores de 16 años. Dos computadores que están en manos de la Fiscalía, y que fueron decomisados a cabecillas de las Farc después de combates en la Costa y Antioquia, demuestran no sólo que el reclutamiento de menores es muy alto, sino que los niños son sometidos a tratos crueles. Un crimen de lesa humanidad que no es nuevo en Colombia, pero que los grupos armados minimizan con cinismo.
La peor parte la llevan las niñas, que además son mancilladas en todo lo relativo a la sexualidad. En estos computadores los propios jefes de los frentes 58 y 35 narran los castigos que les hacen a las pequeñas. Hay decenas de hojas de vida de menores, con anotaciones detalladas sobre sus historias antes y después de ingresar a la guerrilla. Sin ningún recato anotan los vejámenes a los que son sometidas. Por perder una gorra, una niña de 16 años fue obligada a ir a la montaña y traer al hombro 150 viajes de leña. Otra, estuvo amarrada durante dos días por robarse una panela, y una bolsa de leche. Por decir una mentira, una pequeña tuvo que cargar 20 viajes de leña, 20 bultos de arena y cavar 15 metros de trinchera. Otra niña, de 14 años, fue duramente sancionada porque tuvo miedo de permanecer en la guardia. Como si la montaña inhóspita, oscura, y el horror de la guerra no fueran suficiente tormento para una mente infantil. Los castigos también incluyen cargar el hacha en largas marchas, brillar las ollas, o andar desarmados. Además, son sometidos, como todos los guerrilleros adultos, al escarnio público en consejos de guerra. Todo lo que para un adolescente es normal dentro de las filas guerrilleras es un delito que se castiga duramente.
En los infames registros aparecen datos sobre las niñas que han sido fusiladas "por desmoralización", otras a las que les siguen la huella después de que desertan, e incluso se relatan algunos casos de suicidio. Las bases de datos contienen información sobre las familias de las niñas, sus lugares de residencia y actividades. Lo cual les recuerda que, en caso de que deserten, los suyos serán perseguidos implacablemente.
La vida sexual es un tema crítico que empieza desde muy temprano, hay promiscuidad y abuso de comandantes que buscan a las más jóvenes como sus compañeras sexuales. Las niñas terminan siendo propiedad de los guerreros, como lo sugieren en un documento reciente sobre violencia y género los investigadores de la Universidad de los Andes Mauricio Rubio y María Victoria Llorente.
La vida de Adriana también ejemplifica, tristemente, esta situación de violencia permanente. Ingresó a las Farc a los 14 años. A los tres meses ya se había conseguido un "marido' 30 años mayor que ella, que murió apenas tres meses después en un combate. Luego tuvo un devaneo con un muchacho que a la postre resultó infectado con una enfermedad venérea. Adriana fue acusada de haberle transmitido el mal, e inclusive fue señalada por uno de sus compañeros como una "infiltrada" del enemigo. Se salvó de ser juzgada, pero la sancionaron con cinco viajes de leña diarios por tres meses. Al cabo de este tiempo, cuando sus superiores consideraron que ya estaba reformada, le hicieron la hoja de vida en el computador, lo que significaba que formalmente hacía parte de la nómina de las Farc. Hacía poco había iniciado una relación con 'Richard', un hombre que rondaba los 50 años y era mando de una compañía de unos 54 guerrilleros. En adelante, ella se convirtió en su 'mujer', tuvo derecho a una mejor arma -un fusil M16- y una vida con menos sacrificios que las de sus compañeras. Aunque iba a los combates, nunca estaba en la primera línea, y no tenía que cargar morral, pues a 'Richard' siempre lo acompañaba una mula. Eso sí, debía inyectarse cada mes, obligatoriamente, un anticonceptivo. Hasta que las operaciones militares impidieron que llegara la droga, y vinieron el embarazo y el aborto.
¿Por qué no mengua el reclutamiento de niños y niñas?
En Matadero Cinco, uno de los libros ícono de los norteamericanos, Kurt Vonnegut describe a los soldados que estuvieron en la Segunda Guerra Mundial como niños a los que les quedaban anchos los uniformes y cuyas cantimploras gigantes se arrastraban por el piso. "Habíamos olvidado que la guerra la hacen los niños", dice. Para los niños, la guerra no deja de ser un juego, por lo demás, atractivo. "No conocen todavía el matar ni el morir", dice el reportero polaco Ryzard Kapuszinsky cuando explica por qué las guerras modernas, con ejércitos irregulares donde los niños van en la primera fila, son más fratricidas. Como guerrilleros, son dóciles, gregarios, amantes de la competencia y la aventura, no conocen límites ni han formado completamente su conciencia individual. Los comandantes guerrilleros los consideran soldados perfectos y por eso los usan como carne de cañón. Un espectáculo que mira con estupor el mundo sin que se pueda hacer casi nada contra ello.
Hace tres años Human Rights Watch presentó el informe Aprenderás a no llorar, con relatos dramáticos sobre niños guerrilleros y paramilitares en Colombia. Para ese entonces, esta organización estimaba que había 11.000 menores vinculados al conflicto. Según el informe "al menos uno de cada cuatro combatientes irregulares de la guerra civil colombiana es menor de 18 años. Estos niños, la mayoría de los cuales proceden de familias pobres, combaten una guerra de adultos... los adultos ordenan a los niños que maten, mutilen o torturen, preparándolos para cometer los abusos más crueles... los niños que incumplen sus deberes militares o intentan desertar se exponen a una ejecución sumaria por compañeros a veces menores que ellos".
Excepto por los menores que se desmovilizaron con las autodefensas -que fueron oficialmente menos de los que realmente había, según la Procuraduría-, no existen evidencias de que la situación haya cambiado. Por el contrario, a medida que la ofensiva del gobierno se ha hecho más dura, las guerrillas requieren más combatientes y, en consecuencia, el reclutamiento de menores ha permanecido constante en casi todo el país. Las zonas críticas son Caquetá, Huila, Meta y Antioquia. Las bajas en los combates y las cifras de deserción permiten asegurar que los niños han funcionado en los últimos años como una especie de cortina de protección para los combatientes más experimentados y los dirigentes. Los guerrilleros muertos suelen ser los más jóvenes e inexpertos.
"Las fuerzas irregulares explotan la vulnerabilidad de los niños. Organizan campañas de reclutamiento en las que se presenta el atractivo de la vida del guerrero y se tienta a los niños con promesas de dinero y un futuro más prometedor...", advierte Human Rights Watch. Para muchos, el grupo armado es un espejismo de bienestar que dura poco. Ingresan porque consideran arduo el trabajo del campo, como los niños raspachines, por ejemplo. O porque buscan el reconocimiento y el poder que les da cargar un arma. A esa edad, cuando se forja la identidad sexual, el arma es mucho más que un aparato para disparar. "Para los soldados jóvenes que forman nuevos ejércitos, un arma no es un objeto al que se le deba respeto y que haya que tratar con corrección ritual, en realidad, ellos sólo perciben su dimensión explícitamente fálica", dice Michael Ignatieff en su libro El honor del guerrero. Para una mujer o un hombre de 15 años, el uniforme y el arma son instrumentos para la conquista, y eso no es irrelevante en esa etapa de la vida.
Pero lo que los niños no alcanzan a ver cuando deciden ingresar a la guerrilla es que este es un camino sin regreso. Muchos permanecen allí prácticamente en condición de esclavos, y en el caso de las niñas, de esclavas sexuales.
La guerrilla no ha adoptado en serio ningún código que permita establecer que cambiará su actitud frente al reclutamiento de menores, ni frente al trato que les dan en sus filas. Para los grupos insurgentes, los niños y las niñas son apenas instrumentos para sus fines seudorrevolucionarios.
La clave de la prevención
Las Farc, las AUC, el ELN han demostrado siempre un inmenso desprecio por las normas básicas del derecho internacional humanitario o por cualquier código de honor en la guerra. Por eso frenar esta tragedia del reclutamiento de menores no puede depender de apelar a su buena fe. Debe ser el Estado el que haga esfuerzos contundentes para que los muchachos del campo tengan opciones diferentes a la guerra.
Una investigación realizada por el Cede de la Universidad de los Andes y Planeación Nacional el año pasado, demostró que muchos niños del campo que se vinculan al conflicto han sufrido mucho en sus hogares, bien sea por maltrato o por abandono. No tienen oportunidades ni esperanza. Es típico que después de cursar la primaria, o los primeros años del bachillerato, los caminos se vayan cerrando. En medio de ese desierto, la guerrilla parece no sólo la mejor opción, sino la única. Un alto porcentaje de los niños campesinos que se incorporan a la guerrilla tiene familiares en ella o han convivido con los grupos armados toda su vida.
Es lo que le ocurrió, por ejemplo, a Tatiana, quien fue hasta hace poco guerrillera del Frente 58 de las Farc. Cuando tenía 11 años, su mamá fue asesinada en Dabeiba, Antioquia. Desde entonces, el hogar se resquebrajó, su padre la abandonó y ella creció, con sus abuelos, en medio de inmensas dificultades económicas. A los 15 años había terminado con honores su noveno grado de secundaria en el colegio de la vereda donde vivía. Para terminar sus estudios, que era su sueño, le tocaría irse a vivir a la cabecera municipal. No había esperanza. El dinero escasamente alcanzaba para comer. No lo pensó mucho y decidió unirse a la primera comisión de guerrilleros que pasó por la finca. En pocas semanas tenía sobre sus hombros un fusil AK-47 reforzado. Soportó con disciplina las extenuantes caminatas y el trabajo de cargar y hacer caletas. Muy rápido estuvo combatiendo en primera fila. No habían pasado muchos meses de su ingreso a la guerrilla cuando se enteró de que las milicias bolivarianas habían matado a su mamá. Aun así, continuó allí. Le costaba creer que el mundo, lejos de la guerra, fuera mejor. Sin embargo, desertó. Desde entonces pudo retomar sus estudios y reanudar su vida. La paradoja es que tuvo que ir a la guerra, y volver de ella, para que el Estado le tendiera la mano. Como desmovilizada ha tenido las oportunidades que como simple niña campesina jamás habría tenido.
En un informe reciente, el procurador general, Edgardo Maya, recordó que el Estado tiene un doble deber: "No reclutar menores en sus filas, y garantizar que los niños y las niñas no sean reclutados por grupos armados al margen de la ley". Diversos estudios demuestran que dos cosas son cruciales para evitar el reclutamiento: la permanencia en la escuela, y una relación de amor y confianza con la familia, en especial con la madre. Hacía allí deberían orientarse los esfuerzos del Estado, si es que quiere frenar esta tragedia.
Beatriz Londoño, directora del Instituto de Bienestar Familiar, cree que la solución está en el mediano y el largo plazo. "Está demostrado que lo más inteligente es hacer una inversión fuerte en la primera infancia. En educación, en bienestar físico y emocional, para lograr desvirtuar el imaginario de la violencia", dice. ¿Se está haciendo esa inversión? Los computadores de la Farc demuestran que estos esfuerzos, si es que se están haciendo, no tienen éxito y que cada día se registran nuevos ingresos de niños a los grupos armados. Mientras los niños del campo no tengan oportunidades diferentes a la guerrilla, irán a ella y después, convertidos a la fuerza en adultos, buscarán su propia salida en medio de inmensos riesgos. En la práctica, hay más incentivos para incorporarse a la guerrilla, y luego desertar de ella, que para quedarse en la vereda.
Como Adriana, quien cinco años después de su aborto forzado, en un arrebato de valor, se presentó en una brigada del Ejército. Con 20 años, y un niño recién nacido, tomó la decisión de desertar después de que supo que 'Richard', quien fue al mismo tiempo su protector y su verdugo, había muerto en un combate. Entonces, con una mezcla de tristeza y deseo de liberación, abandonó las filas. El miércoles pasado, cuando llegó a la guarnición militar, la cabellera llena de trenzas de colores iluminaba su rostro endurecido. Los hombros anchos revelaban su trasegar en la montaña. "La vida que he tenido no se la deseo a nadie", le dijo a SEMANA. Atrás quedó la guerra donde perdió la inocencia.
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